EL CISMA ORTODOXO RUSO-UCRANIANO Y SUS CONSECUENCIAS
Autor: MARCELO MONTES
Doctor en Relaciones internacionales (UNR),
Profesor de la UNVM y la UNR.
Integrante del grupo Euroasiático del
CARI.
“La religión ha
vuelto”, decían algunos distraídos el 11S de 2001, cuando se
producían los atentados a las Torres. En realidad, nunca se fue
aunque se invisibilizó toda aquella que no fuera cristiana en las
Relaciones internacionales desde la Paz de Westfalia hasta esa fecha.
Aún la misma cristiana, porque poco o nada sabíamos del derrotero
del cristianismo ortodoxo y sus múltiples facetas, sobre todo luego
que se declaró oficialmente el ateísmo en la ex URSS. Hubo que
esperar a 1992, ya en plena independencia del espacio postsoviético
para ver allí, despertar la religiosidad y particularmente, en el
núcleo de la rusianidad: Rusia, Ucrania y Bielorrusia.
Pero también en dicha
región, existe una especial e intrincada relación entre Estado e
Iglesias, para algunos, de mutua conveniencia y dependencia, incluso
oculta y solapada en tiempos soviéticos. Sólo así se entiende que
producto del proceso de “renacionalización” rusofóbica de
Ucrania, tras el “Euromaidán” de 2014 y apenas unos meses antes
de irse del poder, a fines de 2018, el entonces Presidente ucraniano
Petro Poroshenkó haya visto complacido uno de sus objetivos
iniciales cuando arribó al gobierno en Kiev: la separación de la
Iglesia Ortodoxa Ucraniana del Patriarcado de Moscú.
En efecto, el 11 de
octubre de 2018, el Patriarcado Ecuménico de Constantinopla, a cargo
de Bartolomé I, quien lidera -aunque no a la manera de un Papa
católico-, sin autoridad jerárquica ni infalibilidad reconocida, a
más de 260 millones de cristianos ortodoxos, decidió otorgar
autocefalía a la Iglesia ucraniana, dispensándola de aceptar la
Carta de 1676, por la cual debía aceptar someterse a la jurisdicción
de la Iglesia Ortodoxa Rusa (150 millones de fieles). Esto supondría
a posteriori, la unificación de la Iglesia ucraniana propiamente
dicha, con Patriarcado en Kiev con la Iglesia ortodoxa ucraniana, con
Patriarcado en Moscú.
La decisión fue
celebrada políticamente por los nacionalistas de Kiev y la parte
occidental de Ucrania, como un hito más en la historia de desacople
total del país respecto a Rusia. Obviamente, Putin recibió un duro
golpe político-moral aunque enseguida pudo minimizarlo, porque meses
después, se cobraría revancha en cierto modo, con la derrota
electoral de Poroshenkó a manos del outsider político y
humorista Volodimir Zelenskiy.
Puede analizarse el Cisma
en tres dimensiones, la global, la nacional y la local.
En la primera, el decreto
o “tomos” del Patriarca de Constantinopla implicó un
rechazo formal de Moscú pero además condujo a una verdadera grieta
entre el resto de las Iglesias. Cabe recordar que existen 14 Iglesias
ortodoxas en el mundo, algunas de ellas, nacionales y otras no. La
decisión de Bartolomé I, profundizó el abismo entre las
hegemonizadas por Grecia y por Moscú. De un lado, quedaron las
primeras, a favor de Ucrania, es decir, el ya citado Patriarcado
Ecuménico, la Iglesia de Alejandría (en Egipto) y la Helénica (en
Grecia). Del otro, quedaron, las segundas, o sea, la Ortodoxa Rusa,
la de Antioquía (en Siria), la Búlgara, la Serbia, la Georgiana, la
Polaca y la de las Tierras Checa y Eslovaca. En una posición
intermedia, quedaron la Rumana y la Albanesa, mientras que el
Patriarcado de Jerusalén, se movió hacia Moscú, aunque preservando
cierta independencia de criterio. Hay otras Iglesias ortodoxas de la
diáspora, que permanecen en una suerte de “limbo político”,
como la Americana, la de Estonia y Finlandia, reconocidas o no por
Moscú o Constantinopla. Todo lo dicho, implica que globalmente,
Rusia emergió victorioso con su “soft power”. Es más, el
Patriarcado de Moscú ha recibido apoyo para globalizarse y depender
menos de su competencia con la ex Bizancio, abriendo nuevas Iglesias
afines en Europa y el Sudeste Asiático.
En el orden nacional, no
fue sencillo para Zelenskiy empeñado en quitar de la agenda, el
conflicto con Rusia y el sudeste, heredar esta grieta religiosa, de
clara connotación política. Ninguno de los sectores en pugna sin
embargo, lograron capitalizarlo a su favor. Ni el candidato y
oligarca prorruso Novynsky, principal financiador de los ortodoxos
rusos, tuvo un siquiera aceptable resultado electoral en la
parlamentaria de 2019 ni los nacionalistas, afines a la Ortodoxia
ucraniana escindida, lograron quedar como primera minoría en la
Verkhovna Rada (Parlamento). Zelenskiy, como buen judío afín a la
cultura rusa y tras vivir en Mongolia, se mueve como un equilibrista
entre la Iglesia ucraniana y la residual rusa. Tampoco ha querido
interferir como lo hacía Poroshenkó explícitamente en favor de la
primera, porque quiere congraciarse con Bruselas y la UE, no cayendo
en arbitrariedades legales o judiciales que impidan la libertad de
conciencia, como lo hacen la Polonia de Ley y Justicia o la Hungría
de Fidesz.
Es en el orden local,
donde los conflictos se hicieron palpables y son difíciles de
predecir en su desenlace. La grieta se transformó en acciones de
violencia por parte de los ortodoxos ucranianos, dispuestos a
desalojar a los párrocos ortodoxos rusos a quienes no les quedó
otra que judicializar los procesos de toma de los templos. El triunfo
de Zelenskiy calmó las aguas pero el conflicto sigue latente y nada
hace presagiar un final de convivencia pacífica en el mediano y
largo plazos.
Como se puede apreciar,
el intento de manipulación de Poroshenkó no fue gratuito y una vez
más, cualquier intento político en tal sentido, de direccionar el
mundo espiritual hacia el rumbo que le marca el poder terrenal, tiene
gravísimas consecuencias, a menudo, contrarias a las que se
pretenden.